Cualquiera, o casi todos, llevamos a cabo prácticas de favor. Ayudando a alguien familiar o allegado a, por ejemplo encontrar un puesto de trabajo, o a acceder a una oportunidad de negocio, o simplemente a cambiar una rueda pinchada, practicamos favores.
Esas prácticas de favores, en el ámbito de lo privado, disponiendo en exclusiva de nuestros recursos propios, argumentando en todo caso aquellos vínculos familiares u otros amistosos… o los que quieran que sea, sencillamente, por ejemplo, porque nos da la gana. Esos tratos son, por naturaleza, lícitos.
Cuando el trato de favor se hace desde la administración pública, desde la estructura del Estado, en exclusiva a uno o más particulares, esa condición de licitud desaparece porque a todas luces existe discriminación puesto que el trato no es ya de igualdad.
Cuando un miembro de un gobierno, sea presidente, ministro o consejero, se entretiene ocupando su tiempo con uno o solo algunos particulares quizás asesorándoles o simplemente escuchando sus problemas y expectativas, sea por corrección, cordialidad o amabilidad, parece que se estuviera actuando de manera desigual con un número, sin duda mayoritario, de personas a cuyos problemas y expectativas estos mismos miembros de cualquier gobierno, sea presidente, ministro o consejero, no ponen oído ni tiempo, sea por falta de amabilidad, incorrección o simplemente porque no hay espacio en la agenda para tantos.
El tiempo de los miembros de un gobierno estoy seguro que es, como el de todos los seres que vivimos, finito. Así se entiende que les resulte imposible dedicarse a atender las preocupaciones individuales, por ejemplo las de alguien que quiera llevar a cabo una iniciativa de negocio. Otra cosa es, claro está, atender la iniciativa de un colectivo, y si además el colectivo es numeroso… mejor o con más razón. Por eso sorprende que, tratándose de individuos físicos o jurídicos, en casos sí y en casos… no.
La administración pública es una estructura importante, en cuanto a dimensiones y recursos, precisamente porque el volumen de casos y expectativas de las ciudadanas y ciudadanos es considerable y, sobre todo, creciente. Además actuamos conforme a un principio, de esos que nos estructuran socialmente como democracia, el de no discriminación e igualdad jurídica. Por eso pretender que cada cual tenga idéntico trato, por ejemplo en la tramitación de expedientes o en la aplicación de las directrices de ordenación del territorio, es lícito, y reprochable lo contrario.
Yo no sé, si cualquier miembro de cualquier gobierno, sea presidente, ministro o consejero, maquina de forma contraria al Derecho cuando se reúne o charla en exclusiva con uno o algunos particulares… eso lo sabrán ellos y ellas mejor. Pero sí sé que en cuanto ese trato atento y “correcto” no se realice o practique de igual manera, por ejemplo conmigo, hay desigualdad promovida por quien no debiera.
También a mi, por qué no, me gustaría que el presidente de… pongamos Canarias, me atendiera amablemente y, obvio es decirlo, con cordialidad, para contarle yo algunas ideas que tengo sobre una actividad mercantil, lícita claro, que tengo previsionada y en la cual tengo gran confianza de éxito. Pero eso no suele ser así. No se suelen atender las expectativas de unos, muchos, igual que las de otros, pocos.
Esas prácticas de favores, en el ámbito de lo privado, disponiendo en exclusiva de nuestros recursos propios, argumentando en todo caso aquellos vínculos familiares u otros amistosos… o los que quieran que sea, sencillamente, por ejemplo, porque nos da la gana. Esos tratos son, por naturaleza, lícitos.
Cuando el trato de favor se hace desde la administración pública, desde la estructura del Estado, en exclusiva a uno o más particulares, esa condición de licitud desaparece porque a todas luces existe discriminación puesto que el trato no es ya de igualdad.
Cuando un miembro de un gobierno, sea presidente, ministro o consejero, se entretiene ocupando su tiempo con uno o solo algunos particulares quizás asesorándoles o simplemente escuchando sus problemas y expectativas, sea por corrección, cordialidad o amabilidad, parece que se estuviera actuando de manera desigual con un número, sin duda mayoritario, de personas a cuyos problemas y expectativas estos mismos miembros de cualquier gobierno, sea presidente, ministro o consejero, no ponen oído ni tiempo, sea por falta de amabilidad, incorrección o simplemente porque no hay espacio en la agenda para tantos.
El tiempo de los miembros de un gobierno estoy seguro que es, como el de todos los seres que vivimos, finito. Así se entiende que les resulte imposible dedicarse a atender las preocupaciones individuales, por ejemplo las de alguien que quiera llevar a cabo una iniciativa de negocio. Otra cosa es, claro está, atender la iniciativa de un colectivo, y si además el colectivo es numeroso… mejor o con más razón. Por eso sorprende que, tratándose de individuos físicos o jurídicos, en casos sí y en casos… no.
La administración pública es una estructura importante, en cuanto a dimensiones y recursos, precisamente porque el volumen de casos y expectativas de las ciudadanas y ciudadanos es considerable y, sobre todo, creciente. Además actuamos conforme a un principio, de esos que nos estructuran socialmente como democracia, el de no discriminación e igualdad jurídica. Por eso pretender que cada cual tenga idéntico trato, por ejemplo en la tramitación de expedientes o en la aplicación de las directrices de ordenación del territorio, es lícito, y reprochable lo contrario.
Yo no sé, si cualquier miembro de cualquier gobierno, sea presidente, ministro o consejero, maquina de forma contraria al Derecho cuando se reúne o charla en exclusiva con uno o algunos particulares… eso lo sabrán ellos y ellas mejor. Pero sí sé que en cuanto ese trato atento y “correcto” no se realice o practique de igual manera, por ejemplo conmigo, hay desigualdad promovida por quien no debiera.
También a mi, por qué no, me gustaría que el presidente de… pongamos Canarias, me atendiera amablemente y, obvio es decirlo, con cordialidad, para contarle yo algunas ideas que tengo sobre una actividad mercantil, lícita claro, que tengo previsionada y en la cual tengo gran confianza de éxito. Pero eso no suele ser así. No se suelen atender las expectativas de unos, muchos, igual que las de otros, pocos.